mayo 18, 2014 2:22 pmPublicado en: Opinión
Surgen
casi siempre de la nada, se empinan de repente a alturas del poder que
al común de los mortales les costaría decenas de años escalar y pueden
mantenerse en ellas durante períodos que no pocas veces desafían la
lógica y la imaginación.
Son los dictadores, especímenes más políticos que humanos que a veces
abundan, a veces escasean, y cuyos orígenes pueden rastrearse en el
comportamiento entre los primates o del hombre de las cavernas.
Por eso, algunos antropólogos tienden a diagnosticarlos como un signo
o mal incurable de la especie, como uno de esos abscesos a los cuales
convendría más bien tolerar que extirpar.
Tienen, sin embargo, sus hábitats o áreas de cultivo de preferencia,
como pueden ser países o regiones donde cunde la pobreza, la poca o nula
rotación social, el congelamiento en las expectativas y esperanzas, las
desigualdades e injusticias crónicas y el atraso que consume salud,
tiempo y vidas.
Y ahí irrumpen ellos, los dictadores, con sus espadas flamígeras y
sus huestes redentoras que prometen corregir en días, semanas o meses,
lo que a los simples mortales les gastaría decenas, veintenas de años.
Unas veces pueden ser parcos, severos, austeros, intratables, casi
mudos, pero otras sufren de incontinencia verbal, exageran la nota
histriónica, derrochan simpatía hasta abrumar a conocidos y extraños y
los ha habido que son buenos cantantes, mejores bailarines y hasta
excelentes malabaristas que podrían ganarse honradamente la vida entre
las sogas de los circos.
A unos y a otros los caracterizan, sin embargo, dos sellos o marcas
sin las cuales podría decirse que escapan a la dualización,
diferenciación y clasificación que para Jorge Luís Borges son
insoslayables si se quiere hacer al mundo “descriptible y comprensible”
La primera es el rechazo a las normas, ya se expresen en
mandamientos, constituciones, o leyes; la segunda, un desmedido apego a
la violencia que los empuja a comportarse como apocalípticos,
desintegrados y desinsertados para los cuales la destrucción, la
disolvencia y la corrosión, si no están en los hechos, no hay que
descolgarlas nunca de las palabras y los pensamientos… que son sus
promotores.
Hombres de espadas, de fusiles, pistolas, granadas, tanques, aviones
de combates, helicópteros, lanchas patrulleras, bombas incendiarias,
atómicas, nucleares, cárceles, cerrojos, rejas, y de todo cuando al
calor de los estallidos, de las explosiones y los fogonazos vuelve al
mundo gris, oscuro, sombrío, indiscernible.
Pero sobre todo ilegal, inconstitucional, anormal, o por lo menos un
lugar donde la ley, la constitución y la norma “escritas”, son las que
imponen las circunstancias que resultan siempre las de él, las del
incontrolable, las del dictador.
De ahí que, de haber constituciones, mandamientos, leyes y normas
tienen que ser lo suficientemente flexibles, ambiguas y biunívocas para
que funcionen como un gatillo, espoleta o detonante de sus arranques, de
sus bramidos.
Este imprevisto también determina que se desvivan por el olor y sabor
a pueblo, masas, multitudes, ya que si se filtra el contrabando de que
la ley es lo que establecen las mayorías, los pueblos, las masas y las
multitudes en la calle (todo lo que llaman “El Soberano”), entonces el
parlamento y sus legislaciones no son sino fruslerías.
Añagaza que está ligada a otra “carta marcada”, como es la de la
llamada “democracia participativa y protagónica” que viene a oponerse y
sustituir “a la otra”, a la “formal, representativa y burguesa”, cuyo
espíritu desaparece en cuanto se rapa su naturaleza general, imparcial y
objetiva, que es lo que la convierte en herramienta eficaz de la
justicia e igualdad sociales.
Aquí la ecuación resulta sencilla, pues si se tienen recursos, ya
provengan de impuestos, de los despojos vía expropiaciones, o de un
producto minero de altísima cotización en los mercados internacionales,
pues simplemente se compra “el amor” del pueblo, de las masas y
multitudes, suministrándoles lo básíco para sobrevivir, pero sin
permitirles que se muevan de su condición de súbditos, de vasallos, de
hijos del padre protector.
Esto también se complementa con una prédica o catéquesis, según la
cual, el que no acepta ser ayudado, valido y asistido, es un enemigo del
pueblo, del régimen, del jefe y caudillo y aliado de quienes luchan por
destruirlo.
Y aquí aterrizamos en la estación última del viaje hacia la
generación y formación del dictador, como es su rol de dador de
libertades, pues las mismas existen, pueden existir, porque en su
infinita bondad y sabiduría el dictador permite que individuos, grupos y
partidos disfruten de este bien que no es consecuencia del desarrollo,
la dinámica o progresos sociales, sino de la voluntad del “Lord
Protector”.
Desde luego que estoy hablando de una modalidad renovada,
actualizada, y sofisticada de dictadura, como es la que surgió en
América Latina después de la “Guerra Fría”, y que en su afán por burlar
el cerco de las organizaciones multilaterales que tutelan el estado de
derecho y la democracia constitucional, accede al poder a través de
procesos electorales, dice que gobierna en nombre de la Constitución y
las Leyes, mientras en los hechos va horadando las instituciones,
acabando con la independencia de los poderes, negando el contrato social
consensuado, la inclusión y la pluralidad y sacando a flote al déspota,
al tirano y dictador de siempre.
Daniel Ortega en Nicaragua, Hugo Chávez y su sucesor Nicólas Maduro
en Venezuela, Rafael Correa en Ecuador y Evo Morales en Bolivia son los
puntales de esta neodictadura que tiene como directores y maestros de
ceremonia a los dictadores más longevos de los tiempos que corren: los
hermanos, Fidel y Raúl Castro.
Panas, cofrades, compinches, socios, íntimos de los dictadores que se
cayeron (Moamar Gaddafi, Mahmoud Ahmadinejad) o aún quedan, en el Medio
Oriente como Bashar Al Assad de Siria; empeñado en detener a sangre y
fuego las olas de protestas que terminarán arrojándolo del mando.
En otras palabras: alzamientos, protestas, manifestaciones y
elecciones no son argumentos suficientes para que estas figuras
sedientas de poder y acepten que sus días han concluido y no les queda
otro camino que irse a sus casas, al exilio, o a donde sus
circunstancias decidan.
Aún más: pueden estar carcomidos por los años, por los embates del
tiempo implacable e incontrolable, contar 80, 85, 90 años, e incluso,
padecer enfermedades incurables que les recomendarían hacer un alto para
dedicarse a su salud y garantizarse una recuperación con calidad de
vida; pero no, ahí están, sacándole el juguito a su ego, tratando de
demostrar y demostrase que aún pueden, cuando es evidente que lo que les
toca es reconocer que son mortales y gobernar en contra de la biología,
o de los informes médicos, es una ilusión aberrante, atroz, inhumana.
Pero el miedo es la pasión dominante en los dictadores, el temor de
dar cuentas ante una instancia o tribunal que no se previó, y no conocer
que la compasión ante los que nada pueden, ante los desvalidos, es
también un rasgo constitutivo de la naturaleza humana.
De Platón a Maquiavelo, de Donoso Cortés a George Orwell se ha
tratado de definir al dictador y su dictadura. Yo, sin embargo, me quedo
con esta aproximación del novelista italiano, Alberto Moravia: “Una
dictadura es un estado en el que todos temen a uno, y uno teme a todos”.
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