¿Qué haces con ese libro aquí?
Por: Iván Thays | 30 de enero de 2013
- ¿Qué haces con ese libro aquí?
No era la primera vez que oía esa pregunta, pero sí la primera que me percaté de una conducta compulsiva: simplemente no podía dejar de leer. Tampoco podía dejar de llevar un libro a donde quiera que fuese. Era la boda de una prima mía, yo aún era un adolescente universitario y como el libro que estaba leyendo en ese momento no entraba en el bolsillo de mi saco, lo llevaba en la mano. Lo traía conmigo para leerlo en el taxi o microbús que me llevó hasta la iglesia. Pero no descartaba abrirlo en algún momento de la ceremonia o de la fiesta y avanzar una o dos páginas. El francés Charles Danzig dice en su libro ¿Por qué leer?: "Más de un parquímetro de París se ha conmovido al oír que le pedía educadamente perdón después de haberme chocado con él, leyendo algún libro". En Lima no hay parquímetros, pero sí me he disculpado con algunos postes.
El origen fue la biblioteca de mi padre. Mi padre no fue un gran lector, era ingeniero y economista y prefería ver televisión o películas en vhs, pero sí fue un coleccionista. No podía evitar coleccionar todo aquello que estuviese numerado y lo vendiesen en supermercados o kioskos. Antes de que yo naciera, logró hacerse de una colección de libros de Ariel, una editorial ecuatoriana, que se dividía en dos: libros serios para adultos y libros clásicos condensados para jóvenes, con ilustraciones. Esas colecciones de Ariel me convirtieron en un lector compulsivo: leía, en estricto orden, las resumidas aventuras del Capitán Nemo, Robinson Crusoe o el Quijote y disfrutaba de los dibujos. Tenía 8 años.
Una noche, descubrí que mi abuela, que vivía con nosotros, todas las noches sacaba uno de los libros y al dia siguiente lo dejaba en su sitio. Sentí envidia de que pudiese leer en una noche lo que yo demoraba semanas. Me dediqué entonces a competir con ella silenciosamente, como libraba todas mis batallas en esos años. Al principio, por más que insistía en quedarme largas horas por la noche despierto, no podía alcanzar la velocidad lectora de mi abuela. Nunca le mencioné a ella, ni a nadie, esa competencia, pero sí celebré cuando conseguí leer un libro al día: una biografía de Napoleón que tenía exactamente cien páginas. Hace unos años comenté esta anécdota por primera vez en público. Mi madre se rió y me dijo que mi abuela, fallecida hace años, solo leía las ilustraciones y pasaba las páginas. Es probable, pero de todos modos le debo a ella mi oficio y los momentos más extraordinarios de mi vida.
Por cierto, la página 100 de cualquier libro se ha convertido en un mito. Cuando llego a ella, por más páginas que tenga el libro, me detengo un rato a descansar y siento que he conquistado un Everest; lo demás es coser y cantar.
Cuando entré a la secundaria empecé a leer las colecciones de la editorial colombiana Oveja Negra, que incluía Obras Maestras del siglo XX (con la seriedad de sus tapas marrones que imitaban el cuero) y Grandes Bestsellers en las que podía aparecer cualquier libro que hubiese sido llevado al cine, por lo tanto una semana tocaba Graham Green, Herman Melville o Lampedusa y la otra Margaret Mitchel o León Uris. No discriminaba. De esas colecciones, el único libro que confieso que no pude pasar de la página 100 (y siento aún hoy algo de culpa) es la investigación Todos los hombres del presidente, enfangado en detalles de la política norteamericana tan específicos y una lista de funcionarios del gobierno de Nixon que me hizo sufrir más que la genealogía de los Buendía.
Después de leer un extraordinario post en el blog The Million de Michael Bourne, titulado "My New Year’s Resolution: Read Fewer Books", me pregunté cuánto habían cambiado mis hábitos de lector en estas décadas. La respuesta fue dura. A diferencia de mis años universitarios, ahora puedo comprar más libros pero tengo menos tiempo para leerlos. Calculo que entre los 20 y 30 años leía un promedio de tres libros a la semana. Esa medida bajó muchísimo, como le sucedió a Bourne, cuando tuve un hijo y un empleo a tiempo completo (además de mi afición a ver series de TV). Actualmente, algo más de un libro por semana es mi promedio y también creo, como dice el artículo, que una meta de sesenta libros al año es realista.
Con esa convicción, empecé 2013 en una casa de playa y pude leer tres libros en cuatro días. Me sentí feliz, radiante, rejuvenecido. Fue una ilusión, pues en la ciudad mi ritmo ha vuelto a ser el de los últimos años pero confío que llegaré a los sesenta libros, incluso proponiéndome algunas lecturas largas (la biografía de John Cheever me espera en el próximo feriado largo, y quisiera releer este año los dos tomos de la biografía de Nabokov). Desde luego, sé que la velocidad no implica una mejor lectura, y probablemente alguien pueda argumentar sólidamente que leer un solo libro durante todo el año puede ser una experiencia más enriquecedora que mi meta de sesenta libros en un año. Da igual. Existen muchas maneras de leer y muchos tipos de lectores. Yo soy de los que leen en el ascensor y se golpean con los postes. Repasando mi vida, veo que han sido realmente pocas las ocasiones en las que he salido de mi casa sin un libro en la mano. Y la sola posibilidad de encontrarme atrapado en un sitio sin nada que leer me crea una angustia anticipada.
¿Por qué llevé un libro a un matrimonio? Pues porque soy un lector compulsivo, porque siento que cuando no leo estoy perdiendo el tiempo, porque desde niño los libros son parte importantísima de mi vida, porque aprovecho cualquier ocasión que estoy a solas para leer y sobre todo porque, como dice Dantzig, "Leer es mucho más interesante que entretenerse".
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