La careta del gigante
13 de julio 2014 - 00:01
Me apenó mucho la cataclísmica derrota de Brasil ante
Alemania en la semifinal de la Copa del Mundo, pero confieso que no me
sorprendió tanto. De un tiempo a esta parte, la famosa “Canarinha” se
parecía cada vez menos a lo que había sido la mítica escuadra brasileña
que deslumbró mi juventud y esta impresión se confirmó para mí en sus
primeras presentaciones en este campeonato mundial, en el que el equipo
carioca dio una pobre imagen haciendo esfuerzos desesperados para no ser
lo que fue en el pasado sino jugar un fútbol de fría eficiencia, a la
manera europea.
No funcionaba nada bien; había algo forzado,
artificioso y antinatural en ese esfuerzo que se traducía en un
desangelado rendimiento de todo el cuadro, incluido el de su estrella
máxima, Neymar. Todos los jugadores parecían embridados. El viejo estilo
–el de un Pelé, Sócrates, Garrincha, Tostao, Zico– seducía porque
estimulaba el lucimiento y la creatividad de cada cual, y de ello
resultaba que el equipo brasileño, además de meter goles, brindaba un
espectáculo soberbio en que el fútbol se trascendía a sí mismo y se
convertía en arte: coreografía, danza, circo, ballet.
Los críticos
deportivos han abrumado de improperios a Luiz Felipe Scolari,
entrenador brasileño, al que responsabilizan de la humillante derrota
por haber impuesto a la selección carioca una metodología de juego de
conjunto que traicionaba su rica tradición y la privaba de la brillantez
y la iniciativa que anteriormente eran inseparables de su eficacia,
convirtiendo a los jugadores en meras piezas de una estrategia, casi en
autómatas. Sin embargo, yo creo que la culpa de Scolari no es solamente
suya sino, tal vez, una manifestación en el ámbito deportivo de un
fenómeno que, desde hace algún tiempo, representa todo el Brasil: vivir
una ficción que es brutalmente desmentida por una realidad profunda.
Todo
nace con el gobierno de Lula da Silva (2003-2010) quien, según el mito
universalmente aceptado, dio el impulso decisivo al desarrollo económico
de Brasil despertando de este modo a ese gigante dormido y
encarrilándolo en la dirección de las grandes potencias. Las formidables
estadísticas que difundía el Instituto Brasileño de Geografía y
Estadística eran aceptadas por doquier: de 49 millones los pobres
bajaron a ser solamente 16 millones en ese período y la clase media
aumentó de 66 millones a 113 millones. No es de extrañar que con estas
credenciales Dilma Rousseff, compañera y discípula de Lula, ganara las
elecciones con tanta facilidad. Ahora que quiere hacerse reelegir y que
la verdad sobre la condición de la economía brasileña parece sustituir
al mito, muchos la responsabilizan a ella de esa declinación veloz y
piden que se vuelva al “lulismo”, el gobierno que sembró, con sus
políticas mercantilistas y corruptas, las semillas de la catástrofe.
La
verdad es que no hubo ningún milagro en aquellos años, sino un
espejismo que solamente ahora comienza a despejarse, como ha ocurrido
con el fútbol brasileño. Una política populista como la que practicó
Lula durante sus gobiernos pudo generar la ilusión de un progreso social
y económico que era nada más que un fugaz fuego de artificio. El
endeudamiento, que financiaba los costosos programas sociales, era a
menudo una cortina de humo para tráficos delictuosos que han llevado a
muchos ministros y altos funcionarios de aquellos años (y los actuales) a
la cárcel o al banquillo de los acusados. Las alianzas mercantilistas
entre gobierno y empresas privadas enriquecieron a buen número de
funcionarios y empresarios, pero crearon un sistema tan endemoniadamente
burocrático que incentivaba la corrupción y ha ido desalentando la
inversión. De otro lado, el Estado se embarcó muchas veces en faraónicas
e irresponsables operaciones de las que los gastos emprendidos, con
motivo de la Copa Mundial de Fútbol, son un formidable ejemplo.
El
gobierno brasileño dijo que no habría dineros públicos en los 13
millardos que invertiría en el Mundial de Fútbol. Era mentira. El Banco
Brasileño de Desarrollo ha financiado a casi todas las empresas que
ganaron la buena pro en las obras de infraestructura y que todas ellas
subsidiaban al Partido de los Trabajadores actualmente en el poder. (Se
calcula que por cada dólar donado han obtenido entre 15 y 30 dólares en
contratos).
Las obras mismas constituían un caso flagrante de
delirio mesiánico y fantástica irresponsabilidad. De los 12 estadios
acondicionados solamente se necesitaban 8, según advirtió la propia
FIFA, y la planificación fue tan chapucera que la mitad de las reformas
de la infraestructura urbana y de transportes debieron ser canceladas o
solo serán terminadas ¡después del campeonato! No es de extrañar que la
protesta popular ante semejante derroche, motivado por razones
publicitarias y electoralistas, sacara a miles de miles de brasileños a
las calles y remeciera a todo el Brasil.
Las cifras que los
organismos internacionales, como el Banco Mundial, dan en la actualidad
sobre el futuro inmediato del Brasil son bastante alarmantes. Para este
año se calcula que la economía crecerá apenas 1.5%, un descenso de medio
punto sobre los últimos dos años en los que solamente raspó 2%. Las
perspectivas de inversión privada son muy escasas por la desconfianza
que ha surgido ante lo que se creía un modelo original y ha resultado
ser nada más que una peligrosa alianza de populismo con mercantilismo y
por la telaraña burocrática e intervencionista que asfixia la actividad
empresarial y propaga las prácticas mafiosas.
Pese a un horizonte
tan preocupante, el Estado sigue creciendo de manera inmoderada –ya
gasta 40% del producto bruto– y multiplica los impuestos, a la vez que
las “correcciones” del mercado lo que ha hecho que cunda la inseguridad
entre empresarios e inversionistas. Pese a ello, según las encuestas,
Dilma Rousseff ganará las próximas elecciones de octubre y seguirá
gobernando inspirada en las realizaciones y logros de Lula da Silva.
Si
es así, no solo el pueblo brasileño estará labrando su propia ruina y
más pronto que tarde descubrirá que el mito en el que está fundado el
modelo brasileño es una ficción tan poco seria como la del equipo de
fútbol al que Alemania aniquiló. Y descubrirá también que es mucho más
difícil reconstruir un país que destruirlo. Y que en todos estos años,
primero con Lula da Silva y luego con Dilma Rousseff, ha vivido una
mentira que irán pagando sus hijos y sus nietos, cuando tengan que
empezar a reedificar desde las raíces una sociedad a la que aquellas
políticas hundieron todavía más en el subdesarrollo. Es verdad que
Brasil había sido un gigante que comenzaba a despertar en los años que
lo gobernó Fernando Henrique Cardoso, que ordenó sus finanzas, dio
firmeza a su moneda y sentó las bases de una verdadera democracia y una
genuina economía de mercado. Pero sus sucesores, en lugar de perseverar y
profundizar aquellas reformas, las fueron desnaturalizando y regresando
el país a las viejas prácticas malsanas.
No solamente los
brasileños han sido víctimas del espejismo fabricado por Lula da Silva,
también el resto de los latinoamericanos. Porque la política exterior
del Brasil, en todos estos años, ha sido de complicidad y apoyo
descarado a la política venezolana del comandante Hugo Chávez y de
Nicolás Maduro, y de una vergonzosa “neutralidad” ante Cuba, negándoles
toda forma de apoyo ante los organismos internacionales a los valerosos
disidentes que en ambos países luchan por recuperar la democracia y la
libertad. Al mismo tiempo, los gobiernos populistas de Evo Morales, en
Bolivia, del comandante Ortega, en Nicaragua y de Correa, en el Ecuador
–las más imperfectas formas de gobiernos representativos en toda América
Latina– han tenido en Brasil su más activo valedor.
Por eso,
cuanto más pronto caiga la careta de ese supuesto gigante en el que Lula
habría convertido al Brasil, mejor para los brasileños. El mito de la
“Canarinha” nos hacía soñar hermosos sueños. Pero en el fútbol, como en
la política, es malo vivir soñando y siempre preferible –aunque sea
dolorosa– atenerse a la verdad.
Madrid, julio de 2014
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