Tiempo de Palabra
septiembre 8, 2013 9:49 am
“El chavismo, que atribuye la debacle a la gestión, clamaría por nuevas elecciones…”
Nicolás a la intermperie, y llueve.
Carlos Blanco
Twitter @carlosblancog
Nicolás a la intermperie, y llueve.
Hace
rato que el régimen perdió la mayoría electoral, pero lo notable ahora
es la ruina política en la que se encuentra eso que, con indulgencia,
llaman el gobierno de Maduro. Los estudios de opinión expresan su
hundimiento catastrófico. No esa cosa mutante de la popularidad,
carrusel de esperanzas de los políticos, sino de algo más profundo,
denso y calamitoso: la defunción de un proyecto que no da de sí, que se
estiró, se volvió a estirar, se corrompió y se hizo pedazos: ahora ni el
alcohol lo desinfecta ni el formol lo conserva.
Los
estudios de opinión más recientes, los que trabajan con el Gobierno, los
que trabajan con la oposición, los que trabajan un ratico aquí y otro
allá, reflejan igual fenómeno: Nicolás Maduro no da la talla, el
Gobierno estalla en mil pedazos, el apoyo se desvanece. Lo curioso es
que si se apela a la matemática nicolástica, no es el descontento de la
“mitad mayoritaria” en contra de la roja “mitad minoritaria”, sino que
superada en cierta medida la polarización superficial, se trata de todo
país enfrentado a un régimen que no da pie con bola, que se equivoca
todo el tiempo y se engolosina con el desastre. El país chavista ha
llegado a una constatación simple que de tan obvia se había pasado por
alto: Nicolás no es Chávez; no porque Chávez haya hecho obra útil, sino
porque podía barnizar sus naufragios y hacerlos aparecer como turismo de
aventura en el Mar de los Sargazos.
El cataclismo de
opinión pública del Gobierno es difícilmente reversible. Podría ocurrir,
porque nada es imposible, pero sus probabilidades son pequeñas. Nicolás
ni habla con sindéresis ni se calla con prudencia; ni hace algo que se
pueda reconocer como positivo ni deja de insultar. Dejó de ser Maduro en
el intento de ser Chávez y se paralizó a medio camino, como una mezcla
de los barones del proceso, Diosdado Cabello, Rafael Ramírez y Pedro
Carreño, con su pizca de Jorge Giordani. Nicolás quedó atrapado en las
experimentadas garras de los mayoristas del chavismo. Ni avanza con la
fantasía proletaria (y se lo reclaman), ni retrocede con el pragmatismo
de los náufragos (no lo dejan), ni sabe dónde está el Norte, tampoco por
dónde sale el sol. Perdió esa cosa bonita que tenía, la ignorancia en
banderola, para sustituirla por la sabiduría borbónica, de los que ni
aprenden ni olvidan.
POCAS OPCIONES. Ante el desastre, las
ocurrencias desesperadas abundan: reflotar la tesis del magnicidio;
luego breves incursiones en las culpas de la IV República; hasta llegar
al argumento según el cual los opositores tienen la capacidad de
sabotear el sistema eléctrico. Los propagandistas del régimen no
advierten que esas proposiciones implican, respectivamente, que el país
está tan inseguro que Nicolás tiene miedo; que el último gobierno fue el
de Chávez y que las culpas allí están sembrada (nadie se acuerda de la
“IV República”); y, finalmente, que si la oposición tiene músculo para
apagar la luz también lo tendría para apagar el gobierno. Todas estas
son bobadas provenientes del desespero.
Las opciones
oficialistas ante esta situación son dramáticas. No es desconocer que
eventualmente se pueda sacar de la manga una medida milagrosa, esta vez
con el reparto de más panes (Nicolás: no sumes peces y panes en una sola
palabra; no es sano para la salud) que podría ser facilitado por el
incremento del ingreso petrolero generado por la crisis Siria. Sin
embargo, si se proyecta la situación que hoy existe, hay que convenir en
que ya los rojos no tienen mayoría política ni electoral; la
posibilidad de que vuelvan a perder las elecciones se incrementa; y en
la hipótesis de que la oposición gane las elecciones y no haya fraude es
obvio que lo que sigue es la petición de renuncia de Maduro, tanto por
parte de chavistas decepcionados como de los demócratas, o que se
produzca un tsunami para la convocatoria de la Asamblea Nacional
Constituyente que llamaría a nuevas elecciones presidenciales.
El
Gobierno sabe que eso es lo que ocurriría. El propio chavismo, que ya
atribuye la debacle actual a la gestión del madurismo-leninismo,
clamaría por nuevas elecciones presidenciales para probar con el
insumergible Diosdado Cabello o con algunos de los aspirantes alternos
como José Gregorio Vielma Mora, Rafael Ramírez o con quien hace campaña a
diario, el ministro Miguel Rodríguez Torres.
Ante ese
panorama considerado inaceptable por Nicolás y su entorno cercano, las
otras dos opciones son las de un fraude más descomunal que los
anteriores o la suspensión de las elecciones. Ambas situaciones
conducirían a una crisis que, por ahora, no parece tener cauces
institucionales viables.
Es posible que estos tiempos sean
demasiado largos para la situación que vive el país; el gobierno espera
desde hace unos meses un “estallido social” y debe poseer mucha más
información que la que se puede obtener a través de los asfixiados
medios de comunicación. Pero en la calle se siente el latido de la
furia; el ciudadano común está de a toque.
LA
OPOSICIÓN. Por ahora, la oposición mayoritaria está centrada en las
elecciones. Allí se ha garantizado una apreciable unidad electoral de
los partidos, con temas pendientes que podrían ser solventados con algún
talento y menos autosuficiencia. Lo que no existe es una dirección
política que se plantee el tema del poder, que nadie se lo va a quitar a
Maduro pero parece que se le va a caer entre los dedos de tanto manoseo
y desperdicio. El poder pareciera que a corto plazo va a estar en la
calle, desparramado, sin que los que lo han tenido puedan conservarlo y
sin que los opositores más conspicuos se propongan recogerlo.
Nunca
es de descartar que el gobierno pueda intentar rehacer el juego,
mediante la represión o, al contrario, mediante una audaz política de
alianzas. Sin embargo, la represión tiene sus límites y las alianzas,
por su lado, requieren un cambio de políticas que, hasta la fecha, se le
ha hecho imposible a Nicolás (él dice que quiere) por el chantaje que
tiene a su izquierda. Entre el precio del petróleo y la exasperación
social se mueve el corto plazo. Sin considerar que se oye el resuello
del descontento cívico-militar por el entreguismo gubernamental a
Guyana, tanto en el territorio en reclamación como en la fachada
atlántica.
La convocatoria a nuevas elecciones
presidenciales para subsanar las consecuencias del fraude y para
restablecer la democracia poco a poco se constituye de nuevo en objetivo
de los factores democráticos. Es una vía pacífica y constitucional que
se obtendría mediante la Constituyente o con la generosa colaboración de
Nicolás, si coopera con su renuncia para avanzar en la transición. Lo
que no parece posible es que el statu-quo se prolongue por seis años.
Por cierto, nuevas elecciones también serían una vía para que los
chavistas escojan su candidato presidencial con la libertad que el
finado les negó.
Carlos Blanco
Twitter @carlosblancog
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